Crónica
paseo inolvidable a Cartagena
Desde que bajé del bus y sentí la brisa cálida mezclada con ese olor salado del mar, supe que este paseo a Cartagena iba a ser inolvidable. El sol brillaba intensamente, pero eso no importaba. Mis ojos no podían dejar de admirar todo: los colores de las casas coloniales, los vendedores ambulantes con frutas tropicales, y ese ritmo caribeño que se sentía hasta en los pasos de la gente.
El primer día fue como entrar a un sueño. Caminamos por la Ciudad Amurallada, donde cada rincón parecía una postal antigua. Las calles angostas de piedra, los balcones llenos de flores, y los murales nos invitaban a tomar fotos en cada esquina. Me sentí parte de una película, con el viento jugando con mi cabello mientras probaba una arepa de huevo comprada en una esquina.
Una tarde nos fuimos a las playas de Bocagrande. El agua era cálida y transparente, y aunque había muchas personas, el ambiente era alegre, típico del Caribe. Con mis amigos (o mi familia), jugamos en la arena, tomamos jugos naturales y nos reímos como si el tiempo no existiera. La música sonaba desde los parlantes de los chiringuitos: champeta, reguetón y vallenato le daban ritmo al atardecer.
Uno de los momentos más mágicos fue el paseo en chiva rumbera. Con luces de colores, tambores, risas y baile, recorrimos la ciudad por la noche. No importaba si sabías bailar o no, lo importante era disfrutar. Sentí cómo la energía de Cartagena me envolvía, como si la ciudad misma celebrara nuestra visita.
También visitamos el Castillo de San Felipe. Subir por sus túneles fue como viajar al pasado. Desde lo alto se ve la ciudad entera, el mar y el contraste entre lo histórico y lo moderno. Escuchar las historias de piratas, esclavos y soldados mientras sentía el sol sobre mi piel me hizo apreciar aún más ese lugar lleno de historia.
El último día no quería irme. Compré unos recuerditos en Las Bóvedas, tomé una última foto frente al mar, y respiré profundo como si quisiera guardar un poco de Cartagena en mi corazón.
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